Después de varios días haciendo noche en la tienda, el cuerpo se acostumbra rápido a lo bueno de una cama. Con bastante pereza, nos acercamos a desayunar al mismo sitio donde la noche anterior nos pegamos el festín de carnes salvajes.
Hoy Es el cumpleaños de Ana. Le preparamos una “mini fiesta” sorpresa con tres globos, dos velas sujetas en una naranja y unas flores que nos ha traído la chica que prepara los desayunos. Tras cantarle el cumpleaños feliz, nos metimos de lleno en el tema que más nos importaba, el desayuno: Leche, zumo de naranja, tostadas y mermelada.
Los Himbas
Entramos en el poblado Himba. El poblado está localizado en una zona abierta, justo detrás de nuestro alojamiento. La primera recomendación que nos han dado es que no les regalemos nada y mucho menos dinero, porque se lo gastan todo en alcohol.
Los dueños del hostel tienen una especie de convenio con los Himbas del poblado; les proporcionan comida, agua o cualquier otra cosa que necesiten si es preciso (servicios médicos, emergencias, etc) a cambio de que las personas que se alojan, puedan acercarse un rato a visitarlos, ver como viven, etc, etc …
El poblado está tan cerca que el sendero para salir del poblado pasa por delante de nuestra habitación, desde primera hora los hemos visto pasar con botellas y garrafas de agua.
El poblado no es muy grande, pero está bien organizado. Tienen un cercado en el centro, hecho con troncos y maleza, que es donde guardan a los animales por las noches. Al estar justo en el centro lo tienen bien localizado y están alerta para evitar ataques inesperados o pérdidas de reses. Justo enfrente, se encuentra la cabaña del lider del poblado, que llevaba varios días fuera, visitando otras comunidades Himbas.
Durante el día, los únicos residentes en el pueblo son las mujeres con hijos pequeños y chicas adolescentes. El único hombre joven que nos encontramos, es un chico de unos 13 o 14 años que tiene problemas mentales, y al que los hombres no se lo llevan cuando se van con el ganado ni al resto de tareas que realizan.
Son bastante amables y cordiales. Aunque como es lógico no hablan inglés y es difícil entenderse con ellos, hacen por comprender lo que les decimos, nos responden en su idioma o por gestos. Lógicamente la comunicación es complicada.
Las Himbas tienen una sistema social para diferenciarse a través de sus accesorios y detalles corporales. Por ejemplo, una pulsera en la mano derecha puede indicar que la mujer esta soltera, tres collares de un diseño determinado, que no tiene padres, otros complementos que no tienen hijos, etc… Aparte de eso, su pelo es una representación del estatus social, todas las mujeres adultas casadas llevan ese peinado tan característico: Algo parecido a unas trenzas envueltas en barro seco, dejando únicamente la parte más inferior sin cubrir.
Estuvimos viendo durante bastante rato, como una mujer le estaba retocando las trenzas a otra, echándole barro y ceniza en el pelo. A su lado, dos niños pequeños nos miraban con curiosidad, mientras los pobres eran literalmente atacados por las moscas que se posaban constantemente en la cara.
Tras un rato admirados con el ritual del peinado, caminamos a la otra parte del poblado, donde un grupo de mujeres estaban sentadas en el suelo de manera relajada. Según nos contaron más tarde, las Himbas se suelen tomar sus días con calma haciendo mucha vida social por las mañanas. Por la tarde, si el Sol y el calor se lo permiten, permanecen en el poblado con pequeñas actividades, mientras los hombres y niños cuidan del ganado o van a comprar cosas necesarias a los pueblos cercanos.
Su actividad diaria suele girar alrededor de su casa.
A pesar de seguir viviendo con sus tradiciones milenarias, no renuncian a las modernidades si les facilita las cosas. Colgado de un árbol pudimos ver un teléfono móvil conectado a una mini placa solar, que es la que le ayuda a cargar la batería.
Como viene siendo habitual durante todo nuestro viaje, en cuestión de segundos aparecieron como de la nada una docena de niños y chicas, que de forma insistente nos pedían una foto, para poder verse después en la pantalla de la cámara de video hablando.
Les hacía mucha gracia poder verse y escucharse. Nos pedían una y otra vez volver a verlo o volver a grabarles de nuevo.
Los niños pequeños siempre tienen ese toque inocente, extrovertido y simpático da igual a que país vayas, o cuál sea su condición social. En este caso vimos a dos que eran los más activos y revoltosos del poblado: Mientras uno repetía una y otra vez la operación de llenar un pequeño bote de colonia en un depósito de agua y beber, otro buscaba piedras para meterlas en una botella y agitarla haciendo ruido.
Estuvimos bastante tiempo con los Himbas. Nos hubiéramos quedado mucho más tiempo, pero creímos conveniente que unas horas habían sido más que suficientes. Era momento de dejarlos con su vida tranquila en su poblado. También nos hubiera gustado entrar dentro de una de las casas y ver cómo son, pero no nos atrevimos ni siquiera a preguntar. Sentimos que era como cruzar demasiado los límites, quizás en otra ocasión.
La tortura y la sorpresa
Después de despedirnos de los Himbas, intentamos cambiar dinero en Kamanjab, pero no tienen ni banco ni mucho menos un cajero. Lo que si pudimos ver fue a Himbas haciendo cola en la tienda para comprar comida u otros productos de necesidad. Nos resultó chocante a la par que curioso, verlos con total normalidad, con su escasa ropa, descalzos y el barro en el cuerpo esperando su turno para pagar.
Centro de Kamanjab, con una tienda, un taller de reparación de neumáticos y algo parecido a unos servicios públicos…
Fue en la mitad del camino donde realmente comenzó mi tortura. De repente el estómago se empezó a revolver de forma peligrosa, muy peligrosa. Cuando llegamos al siguiente pueblo, bastante tenía con aguantar los dolores. Mientras el resto del grupo comía, yo me pasé las siguientes 2 o 3 horas ocupando el único aseo que había en el bar.
Mi preocupación aumentaba a la par que los dolores y los pinchazos, que eran cada vez más frecuentes. Porque nos quedaban todavía 110 km para llegar a la entrada del parque, y los próximos dos días no podríamos bajarnos del coche absolutamente para nada. Mi futuro en Etosha no pintaba nada bien.
Durante el camino, no tenía muy claro si mi salud iba a mejor o a peor. Me consolaba pensar que casi todas las enfermedades graves estomacales presentan cuadros de fiebre, cosa que de momento no tenía. Mientras tanto, me iba intentando distraer con los rebaños de Springboks que veíamos pastar a ambos lados de la carretera de manera tranquila y relajada.
Llegamos al parque, cubrimos y pagamos el registro de entrada. Como la puesta de Sol era inminente, dejamos las cosas en nuestra parcela para ir rápido hasta el mirador de la charca donde los animales se acercan a beber.
Lo que pudimos ver en la charca nos dejó con la boca abierta. Un grupo de jirafas y otro de elefantes se acercaban desde el horizonte todos en fila hasta la charca. El agua se encuentra a unos escasos veinte metros de nosotros, o quizás menos. Con un silencio sepulcral, únicamente roto por los cientos de disparadores de las cámaras de fotos con las que la gente intenta inmortalizar una escena única.
Estuvimos hipnotizados con los elefantes y las jirafas durante casi una hora. Después de eso, volvimos para montar las tiendas, ducharnos y organizar la cena. Mi cuerpo se encontraba algo mejor, pero me sentía muy cansado.
Personalmente, creo que es uno de esos momentos que se quedan grabados en la memoria para toda la vida. El cielo completamente rojo, el Sol poniéndose en el horizonte y una manada de elefantes caminando en fila, levantando el polvo del camino mientras se dirigen a la charca…
Mientras el resto guardaban las fotos de los días anteriores. Jorge y yo volvimos otra vez a la charca. La familia de elefantes se había ampliado, eran por lo menos 30, cada uno hacía su juego: unos se bañaban, otros simplemente se tiraban polvo encima, el resto bebían litros y litros sin parar.
Como el silencio en el mirador es inmaculado, podíamos escuchar con total claridad el ruido que hacen al recoger el agua con la trompa y como suena a hueco cuando se lo meten en la boca y cae en el estómago. Por buscar un parecido, es algo así como si con una manguera de bomberos metiéramos 200 litros de golpe en un depósito totalmente vacío.
El mirador está ubicado en un lugar específico y diría que perfecto. Unas pequeñas luces nos permiten ver mejor a los animales que están más cerca. A la vez no les molesta y pueden seguir con sus actividades nocturnas sin ningún tipo de temor. Ni se imaginan que a escasos 20 metros hay mas de cincuenta personas observándolos.
Me quede en la tienda mientras el grupo hacia una tercera visita a la charca. Tuvieron la suerte de ver un rinoceronte. Yo bastante tenía con tratar de recuperarme.